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Ballet Folklórico de México 48 años después

La danza puesta en escena devela ante los ojos del espectador un mundo de signos en movimiento. Devela la inventiva estética del cuerpo puesto en acción. El aquí y ahora del espectáculo danzario muestra una genealogía de signos culturales que se van tejiendo en el cuerpo del intérprete. La noche del sábado 29 de abril de 2017 la sala mayor del Teatro Nacional Rubén Darío se llenó de virtuosismo al recibir al Ballet Folklórico de México de Amalia Hernández. Esta agrupación fundada en 1952 se ha convertido en una institución cultural mexicana y en uno de los grupos más importantes en el panorama latinoamericano y mundial. Su estética consolida la mezcla de la hibridación latinoamericana a través del lenguaje de la danza.

Dice Carlos Monsiváis que la cultura popular es “aquello asimilado orgánicamente a la conducta y/o a la visión de las clases mayoritarias”. Esta idea me lleva a pensar en el repertorio organizado en la dramaturgia del espectáculo. Las coreografías construyen una totalidad que se vale del tejido cultural danzario del México popular mezclado con la técnica de ballet y danza moderna. Esta idea me sirve para situar a la danza como esa visión masiva asimilada tanto por un discurso del sujeto subalterno, como por las ideas culturales de la nación liberal eurocentrista y, por supuesto, por el imaginario del artista coreógrafo.


En escena podemos observar las distintas expresiones danzarias y musicales de la geografía mexicana hilvanadas con un posicionamiento político por parte de la fundadora de esta agrupación. Y digo política pues este ballet logra fundir dos grandes ideologías culturales que han estado en oposición durante siglos: la cultura letrada y la cultura popular. En nuestro continente aún hay quienes sostienen la oposición binaria y antagónica de dos expresiones culturales: la eurocentrista (cultura letrada) y la nativa (cultura popular). Amalia Hernández logra politizar estas dos visiones de la cultura y crea una producción híbrida que es sinonimia de la cultura latinoamericana toda.


El espectáculo comienza con una danza que refiere a los rituales sagrados realizados por los antiguos mexicanos en las plazas centrales. Al fondo un telón que dibuja una pirámide, un bailarín ataviado con ropas sacerdotales y otros bailarines que se desplazan en el escenario con música prehispánica. Hay algo singular de esta pieza que me llama la atención y es el uso del círculo. A través de esta figura se mezclan las expresiones corporales de la técnica del ballet clásico con los rituales totémicos de los nativos del norte de América. El círculo será el elemento que unifica ambas formas de articular el cuerpo. No hay que perder de vista que el ballet en Europa surge de las danzas populares que tienen su origen en los rituales de sus pueblos originarios. Esta coreografía expone uno de los mecanismos de construcción de la maestra Hernández, pues para diseñar las formas danzarias del México prehispánico ella se valía de las figuras totémicas esculpidas en piedra y luego organizaba las figuras corporales hilvanadas por gestos que dieran movimiento a los cuerpos.


La danza del venado es otra coreografía que retoma la idea del mundo prehispánico y se convierte en uno de los puntos de más alto tecnicismo dentro del espectáculo. Tres bailarines ejecutan esta pieza, dos hacen de cazadores y uno interpreta al venado desarrollando en escena un virtuosismo no solo en la técnica de ballet, sino en la interpretación de los personajes dotando la escena de una alta teatralidad al representar la caza del venado. Esta coreografía demanda al intérprete un alto grado de dominio corporal al tener un ritmo acelerado y al estar compuesta mayoritariamente por saltos, giros y contrastes al jugar con los niveles bajo y alto en constante oposición. Hay en este trabajo una búsqueda antropológica al escenificar los rituales de caza del México antiguo.


El espectáculo va narrando diferentes episodios de la historia y cultura mexicana. Una pieza que refiere este aspecto es el homenaje a la Revolución Mexicana personificado en las Adelitas. La coreografía tiene un fuerte componente teatral al resaltar el carácter de las tres solistas que interpretan a la mítica mujer guerrera que con fusil en mano defendía los valores de la nación. Esta pieza se construye con un juego entre líneas y movimientos rápidos que simulan el desplazamiento en el campo de batalla. Los claroscuros dibujan en el espacio escénico un lugar árido que hace contraste con la vestimenta de las bailarinas. Cabe destacar que esta era una de las piezas que más le placía interpretar a Amalia. Quizás esta coreografía, más allá de ser un homenaje a la revolución, deviene en metáfora de las luchas culturales que tuvo que enfrentar Amalia contra la ciudad letrada del México de los años 50 que rechazaba la unión de las dos ideologías culturales. Previo a esta pieza hay una introducción que nos ubica en los salones de baile de inicios del siglo XX. Esta coreografía nos muestra las dos caras del salón de baile popular de los años 20 por un lado los espacios de la élite y por otro los del mundo subalterno. Este contraste nos deja ver la convivencia de dos mundos culturales que en este caso logran ser tejidos escénicamente.

Luego van sucediendo diversas coreografías que nos llevan por los colores de la cultura mexicana. Resalto las danzas veracruzanas pues se sitúan dentro del espectáculo como otro de los puntos que propician el climax. En esta coreografía aparece el mundo del títere popular materializado en los cabezudos de carnaval. Otras piezas representan las fiestas de patios que son ambientadas al ritmo del mariachi. Este signo musical irá tejiendo toda la dramaturgia espectacular. Resalta en el espectáculo la sencillez del diseño escenográfico. El espacio escénico del repertorio que la agrupación presentó está influenciado por los telones del ballet clásico que sugieren espacios. Sin embargo, hay una síntesis en el diseño de estos lo que propicia que el acento visual esté puesto sobre los bailarines. Sumado a esto el diseño de luces está en función de construir atmósferas y sensaciones que abonan al desarrollo de cada coreografía.


Sin duda alguna quienes presenciamos al Ballet Folklórico de México de Amalia Hernández estuvimos frente a un espectáculo de elevada maestría. Los postulados estéticos de la agrupación me llevan a pensar en el mundo danzario como parte de un entramado cultural dotado de historicidad.


No quiero terminar esta nota sin hacer uso de las memorias culturales nicaragüenses pues en noviembre de 1969 el periódico Novedades anunciaba la presentación de este grupo en el marco de la inauguración del Teatro Nacional Rubén Darío. Días después el gobierno le entregaría a su directora y fundadora la Orden Rubén Darío, máxima distinción del gobierno a los artistas. Me es importante señalar que de aquella primera visita surge la impronta del maestro nicaragüense Alejandro Cuadra de renovar su Ballet Folcklórico Macehuatl, fundado en 1968. Grupo nicaragüense pionero de este estilo danzario en nuestro panorama cultural. Las ideas conceptuales de Amalia Hernández son referentes indisolubles en la creación danzaria de Cuadra. Muchas son las intersecciones estilísticas entre ambos grupos sin embargo este trabajo no pretende ahondar en ello.


El espectáculo presenciado me conduce al análisis de un continuum de relaciones entre signos que son hilvanados en escena. Me lleva a pensar en esas relaciones producidas a partir de aquella presentación de hace 48 años atrás. Ojalá esta presentación pueda motivar a nuestros creadores y creadoras a dar saltos de calidad en el tecnicismo danzario como lo hiciera el maestro Cuadra en su momento. En el marco del día internacional de la danza sirva esta presentación de gala para homenajear también a un hombre que es y seguirá siendo elemento fundamental en la historia de la danza moderna y folklórica nicaragüense: Alejandro Cuadra.


Fotos cortesía: Alejandra Guzmán.

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