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Encuentros culturales: cien años de la UNA

En las últimas décadas las universidades se han convertido en una de las plataformas más importantes de artistas jóvenes. Aunque en nuestro país carecemos de carreras artísticas en la educación superior (apenas una licenciatura en danza en la Universidad Nacional Autónoma) los departamentos de cultura de cada alma mater desempeñan un trabajo arduo capacitando constantemente a la juventud en diversas disciplinas. El arte realizado desde esta plataforma universitaria nutre el panorama cultural nicaragüense.


El pasado lunes 29 de mayo la sala mayor del Teatro Nacional Rubén Darío fue el escenario para la presentación del espectáculo “100 años labrando UNA historia”. Espectáculo por los 100 años de la Universidad Nacional Agraria. Coordinado y realizado por la Extensión Cultural de la misma.


Con guión de Ana Victoria Borge y Aurelio Núñez el espectáculo integraba danza, música, poesía, teatro y artes plásticas. Cabe señalar que el espectáculo, desde mi lectura, tenía como eje central un axioma recurrente en toda la puesta en escena: el encuentro de la cultura letrada del pacífico y el mundo primitivo del caribe, en este caso localizado en el mundo miskito. Aquí radica una de las mayores complejidades del espectáculo que resulta una aporía escénica. La obra construye imágenes metafóricas que arrastran la idea de la tecnocracia y el mundo académico liberalista enunciado desde el pacífico nicaragüense. En escena vemos a diferentes jóvenes con herramientas utilizadas en el trabajo científico de la tierra, visten con jeans y camisas a cuadros, usan cascos de construcción algunos, botas otros y se mueven en medio de otros jóvenes con cuerpos pintados que simulan el mundo primitivo del caribe. Esta imagen se convierte en una especie de prólogo y epílogo pues aparece al inicio y al final de la puesta en escena. Es necesario, para mí, dotar de historicidad este enunciado pues la fundación de esta institución universitaria se da en medio de la intervención norteamericana y surge del ideario de nación tecnócrata modernizante que proponía el liberalismo. El espectáculo no se libera de estas concepciones y convierte en un arma de doble filo la imagen construida al no ser completamente definida y cerrada: ¿acaso estamos ante la presencia de la metáfora civilización/barbarie?


Queda clara la evidente preocupación artística de fundir ambas culturas. La música del grupo Areito dirigido por Camilo Cuellar da cuenta de ello, además las coreografías diseñadas por el maestro Francisco González logran fusionarse en acciones concretas que tienen al cuerpo del ejecutante como único soporte. La música está fundamentada en un trabajo investigativo del mundo sonoro de la percusión afrodescendiente que esta agrupación ha venido haciendo desde la teoría y la práctica. Cabe señalar que este grupo de jóvenes músicos resulta rara avis en el panorama musical nicaragüense, pues dedican su trabajo enteramente a la experimentación sonora a partir de la identidad musical heredada por las notas afro.


La visión del maestro González nos lleva por una danza que escenifica diversos momentos de la vida del caribe miskito y garífuna: el mundo primitivo, la pesca, lavar en el río o remar, son acciones que recrean el mundo de esta población nicaragüense. Sin embargo, quisiera resaltar el momento climático del espectáculo al representar el mundo mítico de los garífuna a través del Walagallo. En esta escena hay una ritualización del mito que, a través del cuerpo femenino, produce el encuentro con el mundo de los humanos y el de los espíritus. La mujer que representa una especie de chamana es asediada y abusada sexualmente por los espíritus que la rodean. Interpreto una especie de origen mítico de la raza mestiza y del Grisi Siknis. Luego vemos la escenificación del ritual y la confrontación del mundo del bien y el mal. Quiero señalar el trabajo interpretativo de Saraí Mendoza y Jhonier Espinoza al tener el peso dramático del encuentro de ambos mundos. En ellos radica una fuerza interpretativa que abona a la progresión que posteriormente caerá sobre los bailarines. En este caso subrayo las destrezas de Ernesto Pérez y Ervin Vallecillo. El primero demuestra una función entre una técnica danzaría depurada y una interpretación fascinante, dueto pocas veces atribuido a un solo bailarín. En él están contenidas ambas cualidades técnicas. Como anverso de la fuerza escénica de Pérez está la sutileza baletistica de Vallecillo. Ambos logran un equilibrio escénico que junto a los actores conforman un entramado visual pocas veces visto por mí en el panorama escénico nicaragüense.


La estética coreográfica de Francisco González sin duda fractura la óptica de los ballets folclóricos nicaragüenses. En escena podemos ver una danza que exige al ejecutante una resistencia física que expone al cuerpo desde el grotesco. González deja a un lado la levedad de la técnica más clásica del ballet y apuesta por giros, trabajo de piso, serpenteos de cuerpos, zigzag, diagonales y una acción ágil y fuerte que está llena de sorpresas ante los ojos del espectador.


El espectáculo “100 años labrando UNA historia” nos permite observar los valores artísticos que esta universidad ha venido cultivando a través de la constancia y la práctica escénica. Construir un espectáculo de gran formato que aglutine diversas expresiones artísticas no es tarea fácil. La UNA lo ha sabido realizar y con ello sumar visiones diferentes al mundo escénico nicaragüense.

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